El Río
Pámela S. Hamptom
Pámela esbozó este relato breve durante el verano de 1983 en Murcia, donde vivíamos, muy cerca del canal por el que el Segura recorre el centro de la ciudad.
El original fue redactado en inglés, pero con los años su autora fue traduciéndolo al castellano en diversas etapas. El cuento ha permanecido inédito hasta ahora y fue un regalo personal. Cuando le comenté el uso reiterado de algunas formas verbales, me respondió que eran una manera de expresar el tintineo de reflejos en la superficie del agua del río al correr en su cauce.

Hoy iban a enterrar al río. Juan Levante iba a presidir las cenremonias del funeral, ya que él era el único en el pueblo que podía caminar sobre las aguas. Él había sido parte del pueblo desde siempre. Incluso los más viejos le recordaban como un hombre joven, siempre vestido conun traje blanco, sombrero blanco con cinta negra, y la pequeña medalla de la Virgen del Río colgada de una cadena de oro que reposaba sobre la corbata negra. Nunca había tenido ningunas obligaciones en toda su vida, y nadie estaba seguro de su edad, ni de quienes habían sido sus padres, ni siquiera de si tenía algún pariente. Así que nadie en el pueblo podía recordar cuando había llegado, se daba por supuesto que él había nacido allí.
Siempre en todos los días grandes y durante la Semana Santa era Juan Levante el que trasportaba la pequeña imagen de la Virgen por el río; era él también quien mantenía viva la vigilia nocturna en la vispera de la fiesta del pueblo. En esos días caminaba de arriba a abajo, a todo el largo del río, durante toda la noche cargado con una vela inmensa hecha por las mujeres del pueblo con sus donativos y promesas a la Virgen. Como resultado de su incrible don de caminar sobre las aguas la gente le había cuidado y atendido como un ser bendito por Dios. Él nunca quiso nada. Ahora, Juan Levante se preparaba a enterrar al río.
Nadie podía recordar cuando el río había comenzado a morir. Ni los más sabios del pueblo se dieron cuenta del cambio de coor del río, el amansamiento de su paso rápido, ni la manera en que las cañas se habían abierto camino en el cauce aprovechando su creciente debilidad. El río ya no era sino una parte de lo que había sido, sin embargo, nadie recordaba que hubiese sido mucho más ancho.
El río, con esa paciencia que solo los muertos comparten, esperaba a que la gente del pueblo se diera cuenta de su muerte. Aunque el hedor de su decaimiento les molestaba y horrorizaba, nadie pensaba en ello al separarse de las proximidades del río. El olor, según ellos, provenía de la falta de lluvia del año anterior o de su demasía en el último año; además, hacía dos años que había nevado por primera vez después de veinticinco años. Estaban seguros de que todos estos acontecimientos habrían molestado al río y eran la causa de su mal olor. Que el río se hubiese vuelto completamente negro y que le hubiese revestido de un manto de blanca fosforescencia lo achacaban a que la primavera había sido especialmente fría. El río, esplicaban, como los naranjos, se había cubierto de un velo blanco para guarecerse del frío. Todos estos eran motivo de comentarios de la gente al cruzar los muchos puentes del río.

Y así continuaron, sin pensar que quizás el río había muerto hasta que el olor comenzó a llegar hasta sus habitaciones, con la fuerza de los siglos cargados de cosas muertas confinadas y soltadas de repente. El olor llegaba con más violencia que el sonido, y los despertaba llenos de miedo, preguntándose unos a otros si lo habían oido. Sus bocas se llenaban de biles y sentían ansias de vomitar. Asompbrados por las variedades de fetidez que llegaban hasta elllos, estaban seguros de que no era una sola cosa lo que les asaltaba en sueños, sino todos los olores de toda la prodredumbre. Comenzaron a tener miedo del olor, hasta que una noche vino disfrazado de río y supieron entonces que el río había muerto.
Las mujeres del pueblo comprendieron que el río debía ser enterrado- por qué otra razón que la falta de descanso podía explicarse la violencia del olor que invadía sus noches y no le dejaba dormir? El río, decían, como cualquier otra cosa muerta, debe tener su descanso.
Entonces, alguien sugirió la incineración del río. Pero las mujeres del pueblo desaprobaron la idea, diciendo que la incineración tardaría tanto tiempo que el hedor del fuego se apoderaría del arroz en los arrozales y lo estropearía; que amargargaría el jugo de las naranjas; y que el vino de aquella vendimia tendría para siempre el olor de la muerte.
Durante un corto tiempo se decidió que cada hombre del pueblo tomase un trozo de río y le diera un enterramiento adecuado en la paracela de su tierra. Cuando las mujeres se enteraron se opusieron de nuevo. El río, decían, los mantendría despiertos por la noche con sus quejidos en su búsqueda por las calle y los campos próximos al tratar de encontrar los trozos perdidos. Como cualqueir cuerpo muerto, explicaron, el río debía descansar con todas sus partes en el mismo emplazamiento para que pudiese entrar en el otro mundo en su conjunto, como había sido en este mundo. Incluso, para asegurarse que el río no fuese enterrado de tal manera, las lmuejres recordaron a los hombres que era seguro que cualquier muerto desmembrado pondría una maldición en los enterradores. Estos también serían enterrados en varios sitios en lugar de uno solo, y así nunca pudiesen descansar pero tendrían que pasar cada noche quejándo su pérdida y buscándose entre los escombros y la basura.
Así, al final, no quedaba otra cosa que dar al río un enterramiento adecuado, como tendría cualquier otro cuerpo muerto. Pero esta decisión no estba libre de problemas y se tardaron varias semanas hasta que los hombres del pueblo llegaron a concluir una manera de dar al río adecuada sepultura y de forma que las mujeres también estuvieran de acuerdo.

Finalmente se decidió abrir una fosa enorme a lo largo, donde el río yacía muerto, en el sitio de los cañaverales habían tomado posesión y reducido la anchura del río. Algunos habrían querido enterrar al río al pie de la montaña, pero no había parcela suficientemente grande para alojar su tamaño y longitud. Además. cuando lo pensaron, se dieron cuenta de que en todo el pueblo no había suficiente madera, ni cortando todos los árboles, para poder hacer un ataúd lo bastante grande para llevar el río hasta la montaña. Así, al final, llegaron al acuerdo de enterrar al río en su ladera, en el lugar donde siempre había estado. El plan fue presentado y se asignó una tarea a cada hombre. El alcalde mismo fue a pedir a Juan Levante la presidencia del funeral.
Juan Levante había esperado, como el río, hasta que la gente se diese cuenta de la muerte. Mucho antes, él había llevado uno de sus trajes blanco a la tienda de Manuel para que lo tiñera de negro. Ahora esperaba en el armario, como desde hacía muchos años, cuidadosamente planchado y en orden, en preparación para que el pueblo diese testimonio de un hecho ya acontecido. Cuando escuchó el anuncio oficial de la muerte, Juan Levante colocó una botella de Jerez puesta en una bandeja de planta con copas de cristal a lo largo, como disposición a la llegada del alcalde. Sabía que no había otro en el pueblo, excepto él a quien se pediría presidir el duelo del río y su funeral. Él volvió sus pensamientos entonces en componer las palabras finales para el elogio del río, que hacía tanto tiempo él había comenzado a escribir.
Ahora, Juan Levante se dispuso a terminar los últimos ritos que precederían al entierro. Se arregló la corbata y haciendo una reverencia ante el espejo, levantó la cadena de oro con la medalla de la Virgen que llevaba colgada sobre su pecho. Era, al fin y al cabo, el símbolo aparente de los poderes que le permitían caminar sobre las aguas sin siquiera mojarse los calcetines. Salió de la casa en dirección al lugar del entierro del río.
Las mujeres del pueblo habían amortajado al río con un sudario blanco y lo habían cubierto de flores de todas clases y colores; ramilletes atados con lazos y guirnaldas con las hojas de yedras, helechos y laurel. Cuando Juan Levante vio al río sintió una tremenda tristeza porque el río, en su sudario, permanecía completamente inmóvil. Aunque las guirnaldas se movían de vez en cuando, todo el mundo sabía que era solo parte de la brisa mañanera y no del latir del río.

La gente del pueblo pensaba que el río en su mortaja, adornado de flores y guirnaldas en la brisa mañanera, parecía más él mismo que cuando vivía. A pesar de que el sudario le daba un extraño aspecto, no era en realidad diferente que el manto de fosforescencias blancas que siempre habían cubierto su cauce hasta su muerte. Después de escuchar un rato los comentarios de la gente, Juan Levante respiró profundamente, suspiró y comenzó a andar sobre el agua.
Sus pasos eran, como siempre, firmes y pausados. Aunque el pueblo había presenciado el portento en otras ocasiones, Juan Levante escuchó con staisfacción el silencio del suspiro contenido de la gente, roto por algunos gritos de fervor como si todos estuviesen presenciadando un milagro. De reojo pudo contemplar el perfecto moviemiento fluido de todo el pueblo, como una onda del mar, quebrada por el movimiento incesante de brazos al santiguarse.
Se dirigió hacia el cura que estaba en la otra orilla para recoger de él un gran cirio cubierto con muchos crespones, y el hisopo con el que el cura había bendecido la tumba. Después, Juan Levante caminó despacito, pra no desordenar las flores y guirnaldas que adornaban al muerto, echando agua bendita solo en los puntos vitales del río y que únicamente él conocia. Al terminar, volvió otra vez hasta el cura, quien le entregó los santos óleos para ungir al río de manera que su viaje al otro mundo fueran tranquilo y, sobre todo, para asegurarse el perdón por no haberle enterrado al morir. Juan Levante ungió todas aquellas partes en las que estaban situados los distintos corazones y almas del muerto. Al concluir, hizo una reverencia al cura con la veneración que se debe a alguien que puede comprender la santidad y grandeza de la muerte. Luego, reposadamente de pie sobre el agua, se dispuso a pronunciar el elogio al río.
Al pronuciar las primeras palabras, de repente, todos lo miran sorprendidos porque Juan Levante pareció enormemente viejo. Nadie recordaba haberlo visto nunca tan cansado y tan gastado. Su voz mostrando cambios, sonaba rota. fue entonces cuando se dieron cuenta, con cierta verguenza, que Juan Levante era, quizás, mucho más viejo de lo que se podían imaginar.

En su discurso comenzó a utilizar palabras extrañas, sin embargo, inexplicablemente familiares para todos. Se refirió al nacimiento del río y a los casamientos entre gentes extrañas que se habían celebrado allí. Contó la conspiración que los barcos del vino, hablando lenguas raras, habían tramado contra la tierra. Esta, al enterarse, se había acercado hasta el río, disfrazada de desierto, y le había susurrado planes de vendimias y cosechas de aceitunas. Recordó como a partir de entonces, el río había llevado este mensaje a todos los que quisieron escuchar.
Juan Levante siguió hablando, pero su voz y palabras cambiaron nuevamente, nuevas palabras sin sentido aparente pero todavía familiares. Habló de las tribus enormes que habían capturado, atado, apaleado y torturado al río. Cuando el mar se dio cuenta de la sangría, barrió a los torturadores, los separó de sus espíritus y los obligó a permanecer junto al río para cuidar sus heridas. Recordó también a muchas otras gentes, de sus gentes, de sus dioses, reyes y guerreros, aquellos guerreros que habían construido ciudades enteras en honor del río. Juan Levante habló de muchas cosas que nadie en el pueblo podía recordar. Habló durante no se sabe cuánto tiempo, siempre con palabras nuevas, y los múltiples y diferentes sonidos y entonaciones de su voz empezaron a susurrar en la mente de la gente. Todos habían entendido con claridad todo lo que les dijo, pero después nadie pudo repetir ni una sola palabra de lo que habían escuchado.
Como no podían recordar ninguno de los hechos que les relató, creyeron que la vejez de Juan Levante les engañó, haciéndoles creer en un tiempo pasado irreal. Lágrimas de aburrimiento comenzaron a fluir de sus ojos. Intentaron tapar con las manos sus bostezos con el fin de aparentar solemnidad ante el portento que ya parecía carecer del interés suficiente para mantenerlos despiertos. Cuando, por fin, Juan Levante concluyó el elogio, la gente volvió a la vida como si se levantasen de un largo y profundo sueño. No podrán recordar las últimas palabras que escucharon, o si habían estado durmiendo, y, en tal caso, quién les despertó. Pero cuando despertaron, Juan Levante ya no estaba allí.

La gente comenzó a agitarse y dar vueltas, hablándose entre ellos. Sintiendo una creciente confusión, el cura dio la señal para que comenzase el Réquiem. Rápidamente, la gente del pueblo comenzó a perderse los placeres de sus propias voces, entonando un canto general. Sintieron entre ellos una presencia que no habían notado con anterioridad. No comprendieron que era el sentimiento de la duda lo que les atenazaba, y el miedo que llegó con la duda. Pero este miedo era el más sencillo de todos: el miedo que llega con el saber que el tiempo ha transcurrido. Animados por el miedo comenzaron a enterrar al muerto en su tumba.
Todos a una, los hombres del pueblo levantaron el río amortajado, tan cuidadosamente como les fue posible, y comenzaron a depositarlo en su tumba. Una vez que el río pudo descansar, cada hombre echó una pala de tierra sobre la tumba, y cada mujer y niño echaron una flor encima de la tierra, de manera que al atardecer, el río ya estaba cubierto de tierra y flores. Entonces, cada hombre, mujer y niño fueron a sus casas sintiéndose satisfechos; cada uno había tenido su parte en el entierro, y cado uno lo había hecho bien.
Y de esta manera el pueblo enterró al río. Nadie lloró, excepto Juan Levante.
Pamela S. Hampton Murcia y Madrid , 1983
