Finalmente se decidió abrir una fosa enorme a lo largo, donde el río yacía muerto, en el sitio de los cañaverales habían tomado posesión y reducido la anchura del río. Algunos habrían querido enterrar al río al pie de la montaña, pero no había parcela suficientemente grande para alojar su tamaño y longitud. Además. cuando lo pensaron, se dieron cuenta de que en todo el pueblo no había suficiente madera, ni cortando todos los árboles, para poder hacer un ataúd lo bastante grande para llevar el río hasta la montaña. Así, al final, llegaron al acuerdo de enterrar al río en su ladera, en el lugar donde siempre había estado. El plan fue presentado y se asignó una tarea a cada hombre. El alcalde mismo fue a pedir a Juan Levante la presidencia del funeral.
Juan Levante había esperado, como el río, hasta que la gente se diese cuenta de la muerte. Mucho antes, él había llevado uno de sus trajes blanco a la tienda de Manuel para que lo tiñera de negro. Ahora esperaba en el armario, como desde hacía muchos años, cuidadosamente planchado y en orden, en preparación para que el pueblo diese testimonio de un hecho ya acontecido. Cuando escuchó el anuncio oficial de la muerte, Juan Levante colocó una botella de Jerez puesta en una bandeja de planta con copas de cristal a lo largo, como disposición a la llegada del alcalde. Sabía que no había otro en el pueblo, excepto él a quien se pediría presidir el duelo del río y su funeral. Él volvió sus pensamientos entonces en componer las palabras finales para el elogio del río, que hacía tanto tiempo él había comenzado a escribir.
Ahora, Juan Levante se dispuso a terminar los últimos ritos que precederían al entierro. Se arregló la corbata y haciendo una reverencia ante el espejo, levantó la cadena de oro con la medalla de la Virgen que llevaba colgada sobre su pecho. Era, al fin y al cabo, el símbolo aparente de los poderes que le permitían caminar sobre las aguas sin siquiera mojarse los calcetines. Salió de la casa en dirección al lugar del entierro del río.
Las mujeres del pueblo habían amortajado al río con un sudario blanco y lo habían cubierto de flores de todas clases y colores; ramilletes atados con lazos y guirnaldas con las hojas de yedras, helechos y laurel. Cuando Juan Levante vio al río sintió una tremenda tristeza porque el río, en su sudario, permanecía completamente inmóvil. Aunque las guirnaldas se movían de vez en cuando, todo el mundo sabía que era solo parte de la brisa mañanera y no del latir del río.
